Sobre el papel todos condenamos la explotación laboral de niños por la industria textil, estamos de acuerdo en que las cadenas de distribución se aprovechan de los productores locales fijando precios o consideramos que es más ético adquirir productos de «comercio justo» que aquellos que no lo son.
Sin embargo la mayoría de la población no sólo no adopta estos hábitos de consumo más éticos o más sostenibles, sino que en realidad «odia» o «desprecia» a aquellos que sí los adoptan. Esta es la sorprendente conclusión a la que han llegado dos estudios diferentes elaborados por la Ohio State’s Fisher College of Business y la Universidad de Texas.
El problema al que muchos consumidores se enfrentan es que al relacionarse con personas que sí tienen un comportamiento de consumo ético y lo pregonan, les hace sentirse mal sobre sus propios hábitos personales. Pero en vez de intentar imitarles y seguir su ejemplo, o incluso reconocer su mérito, optan por ridiculizar su comportamiento, tratando de minimizar su posible impacto positivo.
Aquellos que consumen de forma responsable son tachados, para los autores de estos estudios, de «raros», «sermoneadores», «aburridos» y «serios».
Estas personas sólo tomarán una posición de consumo ético, si el esfuerzo que les requiere llevarla a cabo es mínimo. Si algo es lo suficientemente fácil como para hacerlo y a la vez, sentirse bien con ellos mismos. Es decir, puede que un día opten por comprar un alimento que en su packaging indique que es ecológico, pero no consultará más tarde ninguna referencia en Internet con el objetivo de determinar si es verdad, por poner un ejemplo.
Para Rebecca Walker Reczek, una de las investigadoras de Ohio Sate, todo este proceso se convierte en realidad en un círculo vicioso: «Eliges no investigar si un producto se ha producido de forma ética. Después criticas duramente a las personas que sí lo hacen. Con lo cual en el futuro, te conviertes en una persona menos ética».
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